Luis Hernández Navarro
Junio 14 de 2022
Este 21 de junio se cumplirán 132 años del nacimiento del maestro Raúl Isidro Burgos. Su nombre se hizo famoso, fuera de los circuitos educativos, de la mano de la trágica noche de Iguala, del 26 de septiembre de 2014. Los 43 jóvenes desaparecidos en esa fecha eran, como se sabe, estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, que lleva el nombre del insigne educador que fue su segundo director.
En un salón del segundo piso de la escuela de Tzinacapan, municipio de Cuetzalan, Puebla, fueron plasmados dos murales. En uno de ellos, un indio, personificado al estilo de David Alfaro Siqueiros, trata de romper sus cadenas. En el otro –cuenta Mary Kay Vaughan, en La política cultural en la Revolución– un anciano de barba blanca, cabello reluciente y rostro sabio y bondadoso está sentado en el centro, flanqueado por cuatro hombres, dos a su izquierda y dos a su derecha. Sentado sobre sus rodillas y detrás de él, unos niños le ofrecen frutas. Esta vieja figura, similar a un viejo Cristo, es Raúl Isidro Burgos. Quienes lo flanquean como si fueran sus discípulos son los ancianos de San Miguel y el maestro Faustino Hernández.
Según la historiadora, los migueleños pintaron a Raúl Isidro Burgos como Cristo para proteger su propia cultura, no la nacional u occidental; para que diera fuerza al pueblo, no al Estado. Ningún cacique de Cuetzalan rodea al maestro Burgos: sólo los ancianos y el maestro Hernández.
La escuela de Cuetzalan, bautizada Raúl Isidro Burgos –explica la historiadora Ariadna Acevedo Rodrigo (https://bit.ly/3mHYvr4)– fue inaugurada el 29 de septiembre de 1949, fecha en que se celebra la fiesta patronal de San Miguel. Los ancianos del pueblo, junto al maestro Faustino Hernández, tomaron la iniciativa de construirla. Durante cuatro años se pusieron los cimientos y se edificaron los muros. El centro escolar asemejó un palacio municipal para servir, también, de Junta Auxiliar.
En la carta que ciudadanos distinguidos del pueblo giraron a la autoridad educativa para explicar por qué quisieron nombrar la institución educativa en honor al distinguido maestro, explicaron, según recupera la historiadora Acevedo, cómo el profesor Burgos visitó personalmente los domicilios de la gente del lugar, a una distancia de tres o cuatro horas de camino, entre barrancas y picachos de las serranías, promoviendo la unificación de la comunidad, para trabajar en un nuevo edificio escolar.
Cuenta Eugenia Sánchez Mejorada, quien vivió y trabajó muchos años en Tzinacapan, que, cuando ella llegó al pueblo en 1973, se recordaba con mucho cariño a Raúl Isidro Burgos, e incluso en el centro del pueblo había un espacio en el que se supone están depositadas cenizas del maestro. Desafortunadamente, el mural ya no existe. En años recientes, debido a su deterioro, pintaron otro mural y ya no está el maestro.
En la misma región, en 1932, en Tla-tlahuqui, Puebla, se fundó lo que hoy es la Normal Rural Carmen Serdán. No duró mucho allí. Ante el fanatismo clerical las autoridades educativas se llevaron la normal a Xochiapulco. En 1935, al frente de la nueva institución estuvo el mismo Isidro Burgos.
El amor y respeto que los habitantes de Tzinacapan profesan por Raúl Isidro Burgos dista de ser exclusivo de esa localidad. La leyenda del maestro generoso y altruista está viva en otras regiones de Puebla donde él dejó sembrada la semilla de la educación. Pero también circula en la Normal Rural de Ayotzinapa, que lleva su nombre y que él dirigió. Los egresados de esa institución han compartido, generación tras generación, la admiración y honra por el personaje.
Egresado de la Escuela Nacional de Maestros, su vida parece leyenda. Alto y delgado, de ojos claros, de abundante cabello y barba blanca, vestía con pantalón y camisa de manta y calzaba huaraches. Zapatista de corazón, comía su memelita antes de usar platos y cucharas.
Rafael Molina Betancourt lo describe como: “de aspecto humilde, de corazón generoso y de una cultura literaria y científica bastante amplia, es el tipo de buen maestro (…) No sabe de días de descanso, domingo o vacaciones. Va siempre de pueblo en pueblo, predicando generosidad en cuentos y palabras, pero más bien con el ejemplo”.
El maestro Burgos fue un constructor de normales rurales e instituciones escolares. Un predicador y ejecutor de la misión educativa de la Revolución Mexicana. Cuando Othón Salazar fue trasladado de la Normal Rural de Oaxtepec, donde realizó su primer año de estudios, se entrevistó con don Raúl. “Era un hombre impresionante: culto, humano, nos trataba con grandes consideraciones –cuenta el legendario dirigente magisterial–. Me recibió y dio la orden de que me asignaran un dormitorio. Me mandaron a La Gloria, así lo llamaban porque estaba en un lugar muy alto. Hasta ahí se refleja la idea que él tenía de la gloria, hasta arriba”.
Narra Héctor Osorio Lugo la historia de una mujer que se presentó ante él, con su hijo desnudo en brazos, a pedir ayuda para sepultar a su esposo. El maestro se quitó su guayabera –que vestía a modo de chamarra– y cubrió con ella al pequeñito. Ordenó pedir madera fiada y a sus alumnos elaborar con ella la caja. Por último, mandó traer su otra muda de ropa –tenía solo dos– y la entregó a la viuda para que sirviera de mortaja. No en balde llegó a llamársele Fray Burgos.
Jubilado en 1956, después de trabajar ininterrumpidamente durante 50 años, pasó sus últimos días en una modesta casa de interés social en Iztapalapa. Una de las versiones existentes sobre su destino final cuenta que en abril de 1971 sus cenizas se depositaron en terrenos de la Normal de Ayotzinapa.
Según el viejo luchador social Miguel Aroche Parra: “Como maestro y como hombre, Raúl Isidro Burgos representó el modo más consecuente, más sostenido, de la idea y la práctica de una escuela rural, corazón de las comunidades rurales, impulsora del cambio social…” Los 100 años del normalismo rural deberían ser también ocasión para homenajear a sus fundadores.
Twitter: @lhan55