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Puertos y aduanas: Las corruptelas militares

Desde el Altiplano

Ricardo Ravelo

Septiembre 24 de 2025

Hacia el año 2020, en los últimos meses de su administración, el entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se entrevistó en la Casa Blanca con su homólogo mexicano Andrés Manuel López Obrador.

Entre otros temas, hablaron sobre seguridad, crimen organizado y migración. En ese tiempo, López Obrador consideraba que la seguridad pública debía de estar en manos de civiles y a eso obedecía la construcción de la Guardia Nacional, que en ese momento iba a sustituir a la Policía Federal, corporación corrupta que operó Genaro García Luna para brindar protección al cártel de Sinaloa, según quedó demostrado durante su juicio en Nueva York donde fue declarado culpable.

Trump propuso a López Obrador cambiar el paradigma de la seguridad en México. El objetivo era militarizar el país y entregarles la custodia de aduanas, puertos, aeropuertos e instalaciones estratégicas.

De buenas a primeras, López Obrador cambió su discurso y lejos, muy lejos quedó su propósito de mantener la seguridad en manos civiles. Ahora serían los militares los amos y señores de la seguridad de todo. Luego justificó el viraje de su política de seguridad: “Es de sabios cambiar de opinión”. Sin embargo, frente al crimen, siguió con su “estrategia” de abrazos y no balazos, un mensaje permanente al crimen organizado de que no haría nada en contra de los cárteles. Y a ellos sí les cumplió.

Era cierto, desde antes y en ese momento, que la corrupción había taladrado el sistema aduanero; también se había infiltrado el crimen en todas las terminales portuarias para recibir precursores químicos de Asia, claves para elaborar fentanilo, y en los aeropuertos todo era controlado por el

crimen organizado. El cártel de Sinaloa, por ejemplo, mantuvo el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México bajo su control durante el gobierno de Felipe Calderón.

Y tal como lo ordenó Trump en su primera gestión como presidente de Estados Unidos, López Obrador obedeció al pie de la letra las indicaciones.

Los militares alcanzaron mayor control del país y, más tarde, mediante una reforma constitucional, le entregaron el control de la seguridad del país hasta el año 2028.

Todo esto, de acuerdo con lo dicho por López Obrador, era para garantizar seguridad, transparencia y cero corrupción en el país.

Pero todo aquello resultó una farsa. Las aduanas se hundieron en un mar de corrupción con la entrada de contrabando chino, el huachicol fiscal, es decir, el movimiento de combustibles de dudosa procedencia que arribaban a los puertos mexicanos como aceites, pero en realidad se trataba de gasolinas y diésel.

Para que ese producto ingresara al país, se requiere de un amplio concierto de complicidades políticas y administrativas. Altos mandos militares, funcionarios de aduanas, del SAT, Hacienda, autoridades portuarias, marinos, Guardia Nacional, es decir, todas las instituciones responsables de la seguridad debían de participar para garantizar eficacia en las tareas de corrupción y silencio oficial.

López Obrador, en su tercer año de gobierno, festinaba que el huachicol era cosa del pasado, que había bajado el robo, decía, y hasta llegó a pregonar que ese flagelo había desaparecido.

Hay que recordar que una de las primeras acciones antimafia que llevó a cabo López Obrador como presidente, en 2018 y 2019, fue el combate al huachicol. Aquella cruzada dejó al país prácticamente sin suministro de combustibles porque la mayor parte de las gasolinas que se repartían en el territorio

eran de contrabando y operadas por cárteles, políticos ligados a redes criminales y altos mandos policiacos estatales, municipales y federales.

Pero lejos de acabar con esas redes, el gobierno de la llamada Cuarta Transformación se quedó con el negocio. Fue entonces cuando los militares tomaron el control del contrabando de gasolinas y todas esas ganancias multimillonarias se lavaban –de acuerdo con investigaciones del Departamento del Tesoro de Estados Unidos –a través de Vector, la empresa financiera de Alfonso Romo, quien a su vez era el jefe de la Oficina de la Presidencia de la República, hombre poderoso, que además tenía el control de la Secretaría de Hacienda y del SAT, así como múltiples contactos empresariales.

Salinista de pura cepa, Romo se convirtió en el financiero de López Obrador desde hace varios años, lo que puso en duda la versión, multicitada por el expresidente morenista, de que él y Salinas no podían ni verse, que se odiaban y estaban distanciados. En realidad, las evidencias y los personajes que desfilaron en el círculo cercano de López Obrador indicaban que ambos eran –y son –muy cercanos.

En abril de este año, visitó México la fiscal de Estados Unidos, Pam Bondi. Ella trajo información sobre un buque de huachicol que llegaría al país en los próximos días posteriores a su visita.

En efecto, se trataba del buque cisterna que traía en su panza millones de litros de diésel que descargó en Ensenada, Baja California, y en Altamira Tamaulipas, respectivamente.

Tras el descubrimiento de aquel cuantioso contrabando de diésel, el Gobierno Federal determinó tomar medidas, pero sólo destituyó de sus cargos a funcionarios portuarios, a quienes ni siquiera les fincó responsabilidades penales.

Luego, arribó al país el secretario de Estado norteamericano, Marco Rubio. Días después de su visita se destapó la red de marinos que operaban el huachicol fiscal y eran sobrinos del exsecretario de Marina, Rafael Ojeda.

Ojeda comenzó a ser mencionado en la trama corrupta ligada al huachicol fiscal, al tráfico de combustibles presuntamente robados. De esta manera la institución –la Marina –que en su momento fue de las más prestigiadas y de mayor confianza para Estados Unidos, veía mancillado su honorabilidad debido a esta cloaca de corrupción recientemente destapada que implica, además, a altos políticos, entre otros, a Adán Augusto López, exgobernador de Tabasco y quien nombró como secretario de Seguridad Pública en esa entidad a Hernán Bermúdez Requena, quien era jefe de la organización criminal conocida como “La Barredora”, brazo operativo del Cártel de Jalisco Nueva Generación.

Pese al escándalo, la presidenta Claudia Sheinbaum ha tratado en varias ocasiones de desligar a los sobrinos políticos de Ojeda del negocio del huachicol. Se trata de los hermanos Fernando y Manuel Farías Laguna.

El fiscal Alejandro Gertz Manero ha querido zafar del escándalo al exsecretario Ojeda afirmando que él fue quien denunció el involucramiento de personal de la Marina en el huachicol.

Lo cierto es que el entonces secretario de Marina tenía facultades para indagar por su cuenta esos hechos de corrupción, si hubiera querido hacerlo.

No necesitaba forzosamente el apoyo de la Fiscalía General de la República. Pero de esa forma se ha buscado desligar al exfuncionario de esta amplia madeja de complicidades, que ya son inocultables.

Las investigaciones, sin duda, han sido empujadas por el gobierno de Estados Unidos. Antes de terminar su gobierno, López Obrador reconoció que las corruptelas de Segalmex, que ascendieron a 15 mil millones de pesos, de acuerdo con la organización Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad.

Pero la verdadera corrupción realmente estaba –y está –en el huachicol fiscal, que afectó las finanzas públicas por evasión de impuestos por un monto de 554 mil millones de pesos.

Sin embargo, López Obrador dijo al cerrar su gobierno sobre el caso Segalmex: “Es la única mancha que me llevo”.

El entonces presidente mentía, una vez más, como lo hizo durante todo su sexenio.

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