Luis Hernández Navarro
Agosto 24 de 2021
En sus Memorias, publicadas por primera vez en 1955, Jaime Torres Bodet deplora cómo la interpretación sobre la conquista y el pasado colonial de México han dividido dolorosa e inútilmente al país.
Secretario de Educación Pública por primera ocasión durante el gobierno de Miguel Alemán, Torres Bodet se lamenta: “Una de las dificultades más grandes que enfrenta el director de la educación del pueblo, es la falta de unidad esencial en el pensar de los mexicanos. No aludo a las diferencias políticas inmediatas. Aludo, más bien, a sus divergencias oscuras e –irreductibles– sobre el concepto mismo de la nación mexicana”.
Esas sombrías diferencias tienen que ver –según el literato– en que “entre nosotros, Cuauhtémoc y Hernán Cortés siguen peleando incesantemente (…) Toda nuestra historia es la consecuencia de esas dos interpretaciones parciales de nuestra historia. Bajo distintos nombres y con pretextos muy diferentes, se exalta al nativo intrépido, frente al cruel y astuto conquistador. O se encomia al valiente conquistador, frente al nativo misterioso e impenetrable… Indígenas y españoles no han hecho aún, por completo, la paz en el corazón de todos los mexicanos”.
Con los vientos del cardenismo soplando aún a sus espaldas, impaciente por cancelar los vestigios de la educación socialista que sobrevivían, aunque fuera en la letra muerta del tercero constitucional, el secretario invita a los profesores a cancelar, lo que, según él, era el odio en la narración de la historia de nuestra patria. Preocupado por el peligro de las corrientes en pugna, quiere una historia que, sin mentir a los hombres, sea capaz de reconciliarlos.
“No se trata ya –escribe– de escoger entre el indigenismo y el hispanismo. Se trata de entender, con valor, todo lo que somos: un pueblo complejo y original, en su mayor parte mestizo, que se expresa oficialmente en español y que siente –a veces– en tarasco o en maya o en otomí.”
Como tantas veces en el pasado, la conmemoración este 13 de agosto de los 500 años de la caída de Tenochtitlan ha puesto nuevamente en el centro del debate público, la relectura de la historia promovida por Torres Bodet. No es que alguna vez su fantasía de reconciliación haya llegado a buen puerto. No lo hizo siquiera cuando, en 1992, en el marco de los 500 años del descubrimiento de América, se quiso disfrazar la aventura colonial, con el aséptico concepto de encuentro de dos mundos. Pero, las últimas declaraciones presidenciales, antecedidas por la solicitud de que el rey de España y el Papa pidan perdón a los pueblos originarios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos, han hecho volar por los aires la posibilidad de un acercamiento a nuestras raíces como el buscado por el ex secretario de Educación Pública.
Para enojo de los sectores más reaccionarios del país, el presidente Andrés Manuel López Obrador rememoró la fecha con una magna celebración en el Zócalo capitalino, pidiendo perdón a las víctimas de la catástrofe originada por la ocupación militar española de Mesoamérica.
Ante una multitud y sin que Adelfo Regino, titular del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, tuviera papel relevante en la ceremonia, el mandatario dijo: “Pongamos fin a esos anacronismos, a esas atrocidades y digamos ‘nunca más una invasión, una ocupación o una conquista’, aunque se emprenda a nombre de la fe, de la paz, de la civilización, de la democracia, de la libertad”.
No es la primera vez que el Presidente incorpora a su discurso y actos de gobierno a los pueblos originarios. Con frecuencia ha hecho referencia a su legado y a lo que representan como reserva moral para la nación. Con rituales poco ortodoxos, en ocasiones más cercanos al new age que a las tradiciones indígenas, en momentos tan distintos como su toma de posesión en el Zócalo, el arranque
de los trabajos del Tren Maya o, recientemente, en el pedido de perdón por los terribles abusos cometidos contra los mayas desde la conquista española en Chan Santa Cruz, el mandatario ha colocado en el centro de su agenda su visión de cómo saldar la deuda histórica con las etnias.
Sin embargo, más allá de disculpas públicas, las acciones de la 4T están más cerca del indigenismo del Estado mexicano tradicional, entendido como una política de los no indios hacia los indígenas, con el objetivo de asimilarlos y buscar que salgan de la pobreza, que de las reivindicaciones autonomistas y por derechos de los pueblos originarios que proliferan en el país.
El nuevo movimiento indígena reivindica el ejercicio de la libre determinación y derechos, no asistencia. Se opone a macroproyectos, como el Tren Maya y el Corredor Transístmico. Denuncia que en su puesta en marcha no han sido consultados conforme al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Y ha elaborado su propia visión de la historia, ya no como vencidos sino como pueblos que resisten, luchan por la vida y contra el capitalismo y tienen un futuro diferenciado al margen del actual sistema de partidos. Esa disputa por el pasado es, también, combate por un otro futuro.
Distintas como son, las reflexiones de Torres Bodet y las de la 4T, omiten un tema nodal: la explotación, discriminación, racismo, opresión y colonialismo interno que los pueblos originarios padecen, son en parte producto de la historia, pero, también, de la acción del Estado moderno y las fuerzas del capital en su contra. No son sólo asunto del pasado sino del presente. Por eso no basta con llamar a la unidad nacional, denunciar las barbaridades coloniales u ofrecer disculpas. Se necesita poner fin a las relaciones coloniales internas.
Twitter: @lhan55