Columnas‏Nacional

Salvador Zarco y el 68

Luis Hernández Navarro y Tatiana Coll

Octubre 4 de 2022

Salvador Zarco no pudo llegar al mitin del 2 de octubre de 1968 en Tlaltelolco. Fue, recuerda con pesar, el único al que no asistió. Sin embargo, un día después lo detuvieron en la colonia Pro Hogar, en casa de Carlos Martín del Campo (https://bit.ly/3C3nQTp), integrante del Movimiento Marxista-Leninista Mexicano (Mamelucos). Estuvo preso hasta 1971.

Salvador estudiaba en Filosofía y Letras de la UNAM, y militaba en la Liga Comunista Espartaco (LCE), donde recibió el apodo de El Indio, porque su nombre de batalla era Jerónimo. Participaba activamente en el movimiento estudiantil, acompañaba la lucha ferrocarrilera y trabajaba como corrector de pruebas en el periódico El Día. Ese 2 de octubre, camino al diario, vio camiones de militares dirigirse a Tlatelolco. Buscó a algunos camaradas de la Liga y les pidió: Avisen que los soldados van para allá. Más tarde, a la redacción llegaban noticias que lo inquietaron mucho.

Esa noche, como no tenía dinero para tomar un taxi, durmió en la mesa de la sala de corrección. A la mañana siguiente, se levantó temprano y fue a buscar a algunos compañeros para saber cómo estaban. Al llegar a la casa que buscaba, se encontró a los policías con la portera. Se pasó de largo.

Después, buscó a otro compañero y regresó. Tocó y abrieron la cortina. En eso escuchó que cortaban cartucho. Adentro había un tipo con pistola. Varios agentes estaban en la azotea y otros en un carro. Al entrar, lo golpearon y se lo llevaron a otro lado.

Agentes del Servicio Secreto de Tlaxcoaque, policía infame e inconstitucional, lo desnudaron, le amarraron las manos a la espalda, lo tumbaron boca arriba en el piso, le dieron toques eléctricos en los testículos y lo golpearon mientras le preguntaban por la dinamita.

No sé nada, no sé nada, respondió. “Cuando la tortura iba en aumento –sigue su relato– , pensaba en Mao Tse Tung, en su figura. No se me ocurría otra cosa más que pensar en él. ¡Ay! ¡Ay!, gritaba exagerando el dolor. Y me seguían torturando, hasta que alguien ordenó: ¡déjenlo!

“No sé cuánto tiempo estuve allá. Se pierde la noción del tiempo. Luego me pasaron a la [Dirección] Federal de Seguridad con Nazar Haro, donde me tuvieron como dos días. De allí me mandaron a la Procuraduría del DF, y me preguntaron por Marcelino Perelló.

¿Marcelino es tu pariente?, interrogó el policía.

–Sí, es mi cuñado –respondí.

–¿Dónde está?

–No sé. ¿Qué voy a saber dónde está?

Finalmente, tomaron mi declaración y en la noche nos sacaron a Lecumberri. En el grupo iban un pastor, un obrero de Slim y unos estudiantes. Fuimos a la crujía H. Allí me llegaron las primeras noticias de lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas.

Después de casi dos años en la cárcel, en octubre de 1970, debió de realizarse la vista de la apelación al auto de formal prisión. Como los magistrados querían que se efectuara en privado, Salvador se negó. Escribió como documento de defensa un erudito memorial de agravios del México de abajo.

Con pluma apasionada, El Indio explicó cómo nuestra historia es producto de la lucha incansable del pueblo por liberase de la explotación y opresión secular, a la que lo han sometido oligarquías nacionales y extranjeras. El movimiento estudiantil-popular de 1968 surgió, según él, basado en esa miseria y opresión y forma parte de las luchas históricas por alcanzar su liberación económica y social.

En su Yo acuso, señaló: Las bayonetas del 2 de octubre en Tlaltelolco son una prolongación de las que asesinaron a Hidalgo en Acatita de Baján o masacraron al proletariado en Cananea y Río Blanco; de las que acribillaron al general Emiliano Zapata en Chinameca y a Rubén Jaramillo en Xochicalco.

“La cárcel –explica Salvador– te da la dimensión de lo humano. Ahí estamos todos desnudos. Es el ser como es.” Ante el espejismo de salir de Lecumberri, en una carta del 11 de enero de 1971, escribió: La vida aquí es una lucha contra la muerte, contra la no-vida, por eso la libertad significa volver a nacer.

Como militante de la LCE, Jerónimo participaba en la seccional petrolera y luego en la ferrocarrilera, con los vallejistas. Al comenzar el movimiento de 1968, pensaba que éste no podía triunfar sin incorporar al pueblo. Era insuficiente la fuerza de los estudiantes para alcanzar sus demandas. De manera que dedicó muchos de sus esfuerzos a forjar la unidad obrero-estudiantil.

Inspirado en la Larga marcha de Mao para sobrevivir el día a día tras las rejas, escogió renacer proletarizándose. “La solidaridad obrera –explica– es una cosa de carne y hueso, no es un asunto que esté en las ideas o en libros. En el mundo obrero, hay hombres generosos hasta decir ¡basta! Dan su vida por una causa.”

Así que, al salir de prisión, Salvador fue a una asamblea en el auditorio Che Guevara, en la Facultad de Filosofía, a dar las gracias al movimiento y despedirse. No regresó más. Empezó otra vida. No sin dificultades, entró a trabajar a Ferrocarriles, primero en las cuadrillas y luego en talleres. Simultáneamente junto con su entonces esposa Mercedes, organizó grupos de lucha obrera independiente en unas 15 fábricas en la Ciudad de México, movimientos por los servicios urbanos en colonias como la Casas Alemán, círculos de lectura, cineclubes y guarderías. Fue una figura clave en la reorganización del Movimiento Sindical Ferrocarrilero, hasta que el sistema ferroviario fue privatizado. En agosto de 1977 fundó la Asociación Obrero-Cultural Lázaro Cárdenas y publicó varios números del periódico El Hijo del Trabajo.

En su texto de defensa en 1970, Zarco escribió: ¡No, nosotros no traicionaremos a nuestros hermanos los desheredados! Desde entonces, sin titubear, ha cumplido con su palabra. A sus 77 años, Salvador mantiene viva la llama libertaria de aquellas gestas. Su vocación por servir al pueblo y luchar por su emancipación sigue inquebrantable. En él, el espíritu sesentayochero está más vivo que nunca.

Twitter: @lhan55

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