Ricardo Ravelo
Mayo 28 de 2021
“La sangre que corre por todo el territorio indica que en el país ya no se compite por un cargo de elección popular sino por…
Con más de cuatrocientas agresiones a candidatos y poco más de ochenta asesinatos, perpetrados con armas de alto poder y al más puro estilo de la Colombia dominada por los narcos en la década de los ochenta y noventa, la fecha de las elecciones más disputadas de la historia reciente se acerca en medio de balazos, disputas, amenazas, denuncias y ejecuciones.
Pero esta carnicería electoral no ocurre en Colombia: está pasando en México, el país que el Presidente Andrés Manuel López Obrador se comprometió a pacificar en su primer tramo de Gobierno y cuyo ofrecimiento no ha cumplido.
Si el acto de votar es considerado “un ejercicio civilizado” –nada más utópico– todo esto queda en mera retórica cuando el proceso electoral se ha convertido en una verdadera barbarie donde ninguna autoridad pone orden. En la guerra política el hombre retrocede a sus orígenes más salvajes, lejos de la civilidad, el orden, la legalidad y el buen juicio. Todo esto está borrado, pues hoy se compite por una alcaldía no con ideas ni con propuestas sino con dinero y armamento, con la metralla. La disputa de una alcaldía es motivo de odios, venganzas, traiciones, amenazas y muerte.
La sangre que corre por todo el territorio indica que en el país ya no se compite por un cargo de elección popular sino por una plaza del narcotráfico, un botín enfermizamente deseado. Y, en el fondo, hay mucho de cierto.
Con las 15 gubernaturas que se van a renovar el próximo 6 de junio los reacomodos criminales son una realidad. Los cárteles que actualmente operan en esos territorios probablemente tendrán que negociar con el próximo Gobernador o bien desatar una oleada de violencia más cruenta para apropiarse del territorio y convertirlos en feudos de su propiedad.
Es muy posible que más de un grupo criminal desate la guerra a otra organización rival para echarlo de la plaza; también es muy viable que los próximos mandatarios utilicen a sus aliados del crimen para llevar a cabo las tradiciones “operaciones barredora”, que consisten en desatar una oleada de matanzas para eliminar a los narcotraficantes enemigos. No es descabellado que, desde las cúpulas del poder político o empresarial, se conformen grupos armados y paramilitares para echar de las plazas a los viejos dueños una vez que un nuevo jerarca ha llegado al poder central de alguna de las entidades en disputa.
Todo esto se ve venir dada la intensidad de la lucha electoral, que también es criminal, y que se disputa igual que el crimen organizado pelea por un territorio, así como el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) irrumpió en Aguililla, Michoacán, o en Guanajuato para enfrentar a José Antonio Yépez Ortiz, “El Marro”, cuando este criminal detentaba el poder en El Bajío.
No hay ninguna diferencia entre la disputa política y la criminal. En los hechos es lo mismo: se trata de lucha territorial que se gana con violencia, con dinero público –o del crimen– y con asesinatos de contrincantes.
Pero pese a esta carnicería electoral hay quienes afirman que este ejercicio es democrático y civilizado. Parece que nadie ve cómo corren los ríos de sangre y cómo caen los candidatos masacrados después de pronunciar un discurso, al término de una gira o en plenos recorridos tanto en zonas rurales como urbanas. En cualquier rincón aparece la mano asesina, el comando, la emboscada; el crimen
organizado impone su ley frente a un Gobierno y un árbitro electoral –el INE– impotentes o cómplices de la barbarie.
El escenario no podía ser más caótico. No se recuerda un proceso electoral tan agitado por la violencia como el actual, aunque hay que decir que el narcotráfico siempre ha sido un elector letal. No negocia ni hace política: corrompe o mata. Esa es su ley y hoy es más que evidente en todos los rincones del país donde priva un atroz vacío de poder porque a lo largo de más de dos años y medio de Gobierno no se les ha combatido ni con palabras.
Llama la atención que mientras el país se le deshace en violencia y asesinatos el Presidente Andrés Manuel López Obrador –hábil en la evasión de las realidades que políticamente lo taladran– diga que la prensa amarillista es la que pone énfasis en la violencia electoral. Entre lo importante y lo periodístico, la prensa ha optado por lo segundo simplemente porque todos los días es noticia el asesinato de un ser humano que contiende por un cargo de elección popular. Y es noticia porque hay balazos, armamento de alto poder y porque el crimen organizado está convertido en el gatillero de una mafia que lo ha dejado suelto e impune.
El mismo mandatario sabe, y de sobra, que el territorio que dice gobernar está controlado en un elevado porcentaje por las redes del crimen organizado: en total con 16 cárteles los que están desatados por todas partes y ejercen violencia de manera impune. Ninguna autoridad pone un alto, ni el Ejército, cuya presencia es verdaderamente escandalosa en el país. Los militares son espectadores de yeso frente a la ola de matanzas.
A esto debe sumarse que más del 60 por ciento del territorio no está controlado por el Estado. Hay vacío legal en gran parte del país y ahí donde hay ausencia de legalidad impera el crimen, la política criminal y la llamada narcopolítica, flagelos que el Presidente elude reconocer.
Lo que es un hecho claro es que en las elecciones del próximo 6 de junio serán electos –o impuestos–cientos de candidatos del crimen organizado: una nueva cauda de políticos financiados por las redes mafiosas arribará a las gubernaturas, a las alcaldías, a los congresos estatales y, por su puesto, al Congreso de la Unión. Así, ningún cambio se avizora prometedor para el país.
Esta es la democracia que se festina, una democracia criminal por no llamarla mafiocracia. Ante esta realidad bien cabe preguntar: ¿Qué tanto vale la pena votar el 6 de junio si desde hace décadas ocurre lo mismo y el país simplemente no sale de su atraso? ¿Con qué bases se construye esa democracia? ¿Con balazos, asesinatos y financiamiento mafioso? Se persigue el ideal democrático, pero no se practica, en los hechos, la democracia. Todo queda en mera ideación, pues los ideales muchas veces no conducen a las acciones. Es el eterno retorno a la esperanza frustrada. Por ello, esa llamada democracia mexicana sigue siendo una ilusión que desata pasiones y arrastra a los creyentes, igual que lo hacen las iglesias y las mezquitas. El 6 de junio será como un llamado a misa. Unos irán a lanzar peticiones al aire frente a un ídolo de barro y otros acudirán a votar creyendo en un cambio que nunca llega. Y así, por siempre, en la eterna frustración.
A lo largo de los siglos los gobiernos y las iglesias han ofrecido un paraíso y jamás han cumplido. La sociedad –pobre sociedad– sigue creyendo que el bienestar depende de la creencia y de los políticos. Nada más falso. Actualmente la política sigue sirviendo a los intereses fácticos y la sociedad poco o nada les importa. Los políticos ya son una clase mafiosa que busca afanosamente el poder –con balas, asesinatos, amenazas y cañonazos de dinero– para entronizarse en la cúspide del poder, enriquecerse y sentirse poderosos porque, fuera del poder político, para ellos la vida no tiene ningún sentido.
Este proceso electoral pasará a la historia como uno de los más violentos y desaseados. El Presidente Andrés Manuel López Obrador –un candidato más que hace campaña desde Palacio Nacional– rompió las reglas del juego y nadie lo sometió a la legalidad; los gobernadores se pasean por doquier inaugurando obras, impulsando a sus candidatos y financiando las campañas de sus aliados. El INE, donde se pregona la legalidad, pero no se aplica en forma equitativa, observa lo que le conviene, pero
deja impune muchos actos ilegales que son claros a todas luces. Es evidente que el árbitro ha quedado rebasado.
Y el narco, en lo suyo: amenazando y matando.
Esta es la democracia y la civilidad.
¡Qué horror!