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José Vicente Anaya, su domicilio exacto son los sueños

Luis Hernández Navarro

Agosto 4 de 2020

Obrero de la palabra, esforzado artesano del lenguaje, José Vicente Anaya llegaba los mediodías de 1979 a las oficinas de Insurgentes a la altura de Barranca del Muerto, a corregir el estilo de la revista Información Científica y Tecnológica, del Conacyt. Herencia de su cuna y travesía norteña, vestía, como si fuera uniforme de trabajo, pantalón de mezclilla y camisa vaquera.

Nacido el 22 de enero de 1947 en Villa Coronado, Chihuahua, tenía entonces poco más de 30 años cumplidos. Hacía 10 que vivía en la Ciudad de México. Ya ha­bía publicado, sin mucha fortuna, Aván­daro (1971) y Los valles solitarios nemorosos. Conversaba con compañeros de la revista como Antonio Gritón sobre los poetas beat.

Su experiencia en Tijuana y California, en plena ebullición de la cultura underground, lo troquelaron para siempre en la cultura subterránea. Lector de Oracle, marcado por la teología de la liberación, el movimiento chicano y el rock contestario, participó de lleno en el movimiento estudiantil popular de 1968, como parte de la brigada Marilyn Monroe de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, al lado de Eligio Calderón, René Cabrera y Jaime Goded, volanteando en fábricas, mercados y barrios populares. Inició su politización con la formación religiosa infantil, en una época en que se podía ser católico y radical sin que hubiera contradicción en ello.

Cuando la represión estatal se cebó sobre los jóvenes insumisos, tuvo capacitación guerrillera y acarició la idea de incorporarse a una organización político-militar. Fue aprehendido con otros amigos y los llevaron a tocar piano, es decir, a tomarles las huellas dactilares de todos los dedos. Pese a eso y de las defecciones de antiguos compañeros, hasta el final de sus días se reivindicó con orgullo como parte de la generación del 68.

Acólito a los 11 años, acarició la fantasía de ser cura. Aprendió latín para contestar la misa, sabiendo lo que él y el sacerdote decían. A diferencia de otros monaguillos, no lo repetía como perico. Su gran amigo y confesor, el padre Cheng, hijo de chinos, nacido en California, lo acompañó en sus estudios por los vericuetos de esta lengua. Con esa base machacó italiano, francés y rumano.

También en la infancia, la poesía lo encontró. Según sus palabras, se le presentó y le pidió que la escribiera. Su primer poema brotó de su pluma a sus 11 años de edad. Se sorprendió al ver el resultado final. Se dio cuenta de que no lo había hecho racionalmente, sino que era la poesía la que lo arrastraba a darle forma. Así, descubrió cómo ordenar y dar sentido y musicalidad a las palabras. Desde ese momento, eso mismo le volvió a suceder una y otra vez a lo largo de su vida.

Lejos, muy lejos de ser un escritor racionalista, él se permitió que su voz interna fluyera y que aflorara la voz colectiva, la voz anónima, la que vivimos permanentemente, donde se gesta la poesía.

Su camino se trazó a una enorme distancia de las formaciones e instituciones académicas. Consistió en un largo rodeo por muchas brechas, atajos y sitios, que incluyeron prácticas raras, esotéricas y místicas. En ellos encontró la fuente de su escritura.

Aunque es autor de culto de las nuevas generaciones e Híkuri, su poemario más conocido, tiene 12 ediciones y está siendo traducido al francés y al inglés, durante muchos momentos de su vida, la academia y la crítica literaria consideraron que su obra no era poesía. Su libro fue ninguneado, múltiples editoriales lo rechazaron y perdió como 20 concursos literarios. Curiosa ironía, Híkuri tiene hoy vida propia y es reverenciado por los jóvenes lectores.

Escrito fuera de los esquemas tradicionales, con una estructura no típica, en ruptura con las tradiciones literarias del momento, José Vicente Anaya siempre estuvo seguro del camino que siguió para escribir

su obra. Sus textos abren horizontes tan extensos y vastos como los que anidan en la idea de hacer un cambio radical de la sociedad.

Para Anaya, el haikú es un breve destello intenso, es la grandeza en lo pequeño igual que nos muestra lo pequeño de la grandeza. Sus traducciones de haikús son de una belleza sublime.

Integrante del movimiento infrarrealista con Roberto Bolaño y Santiago Papasquiaro fue, como ellos, crítico despiadado del autor de El laberinto de la soledad. “Por eso, y en principio –escribió–, no creo que la influencia de Octavio Paz sea ‘decisiva’; considero que su aplastante presencia se debe principalmente a un efecto de la manipulación a través del poder y la publicidad. No podemos ser adivinos del futuro, suponiendo que ‘por mucho tiempo’ será una ‘figura emblemática’ (emblemático fue Amado Nervo en el siglo XIX y ahora vemos a otros de sus contemporáneos con más importancia que él). No fue Paz quien aporta una crítica ‘clave y pionera’, si leemos sustanciosas críticas anteriores, como las de Jorge Cuesta y Samuel Ramos”. El desdén hacia la obra de Anaya por la República de las Letras no es ajeno a este filo crítico a un hombre tan poderoso como Paz.

Fuera de lugar en el mundo de la literatura establecida, poeta subterráneo de la estirpe de los que tradujo y divulgó en nuestro país, asiduo parroquiano de la cafetería Gandhi (donde lo conocí y platiqué con él extensamente), José Vicente era un formidable y generoso conversador. Escribió para todos aquellos que por sus ideas o alucinaciones han sido condenados: paranoicos/esquizofrénicos/visionarios/malpensantes/rebeldes. Este domingo, viajó a esa otra oscuridad, que es la misma. Su poesía nos ilumina.

Twitter: @lhan55

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