Archivo 2005

El amante

Juan Marcial

La muerte de Manuel no significó nada para Bicho, cuyo nombre de pila, Dionisio Díaz Alegre, pocos conocimos no obstante pasar toda su vida en la colonia. Su nombre era una burla de la vida, pues desde que nació, inmediatamente empezó a arrastrar su destino y su pobre humanidad por el suelo, comiéndose su propia mierda o tierra con miados y sin cariño de nadie, sólo el de su vieja abuela, quien únicamente observaba cómo “se arrastraba mi muchachito”, sin poder hacer nada mientras la mamá de Dionisio se ahogaba en el vicio y el placer.

Hasta ahora, con sus más de 40 años nunca supo lo qué era estar con una mujer. Nunca conoció lo que era una vagina ni su olor, sensación y sabor.
El nombre de Manuel llegó a la casa de Bicho y con él la esperanza de tener las tres comidas al día, porque era hijo de los tamaleros, tan ricos que las fiestas en esa casa duraban, con alcohol y orquesta toque y toque, tres o cuatro días, si no es que la semana entera. Hacía falta cuerpo para aguantar. Recuerdo que de niños nos pagaban un veinte por cada costal de chiles o tomates que peláramos -diez o 15 entre mi hermano y yo- para que hicieran los tamales o prepararan la comida de las fiestas, de cuyas sobras mucho tiempo se alimentaron varias familias de la vecindad, la mía entre ellas.
-Manuel nnnunca quiso vvivir con mi mmmamá. Sissiempre la llevaba a cchingásela po’allá y a’i nos dejaba sin comer tre o cuatro días com mi mamá Dionisita, quem paz ddescanse. Le vvalía madres. Y llluego ya a`istaba ootro cchammaco a cada rato.

La noche del velorio de Manuel, mientras las viejas aullaban el Ave María o “perdón oh Dios mío”, él permaneció impávido, sentado, fumando despacio, con la pierna cruzada y su mirada perdida. Abajo del ataúd de Manuel había una botella de alcohol con la que “volvían” a la mamá del muertito cada que le daba un váguido.
Bicho nunca tomó. “Nnnamás le hago al cigarro, porque los que se emmmborrachan y se mariguanean llluego se alocan. Te acuerdas cuando se mmmató el hijo de doña María por estar jjjugando con la pppistola de su papá? Estaban borracho y mariguano”.
Pero esa noche, subrepticiamente le ponía alcohol a su café; mientras, por su mente se dibujaban mil cosas para conformar, quizás, un sincrético nada.
Su vista vidriosa encontró en el Cristo de acero que descansaba sobre el féretro un punto de fijación. Masculló enojado con su débil y arrastrada voz: el que se dddebería morir e’el ccacabrón de don Lupe. Yame tttiene hasta lammmadre.
-¿Qué te hace el pobre viejo?, le dije, si ya ni vivir quiere. Está grande, cojo, casi ciego…Qué ganas pa’joderte, hombre.
-Eeso es loque túcres. Siemmpre me está cchinnnngando… que llévame pa’ca y ttraime la bacinica pa’miar, ‘ora vamo al Seguro, que nno me empujes tan rápido ggüey. Así como está, todavía piensa que ando con su mujer, como él ya no puede quién sabe desde ccuando. ¡Pppinche Bicho cabrón!, me grita siempre el viejo puto, que por qué no me lllargo mucho alacchingala, has de ser su amante, de seguro ttodavvía ‘tan güenas las nnalgas de mi vieja, vvverdá. Hijolachingala, no me dddejaenpaz. Regggaame un cigarro, Guan.
Don Lupe fue un viejo putañero en sus años de juventud y no perdió esa práctica mientras pudo. Le decían El Siete pesos, porque era lo que medía su pene, pero pesos ¡0.720! Cuando se emborrachaba se daba cada madrazo, que no se lo quitaba ni Dios padre. Yo creo se le olvidaba que no tenía una pierna y quería caminar con las dos.
Don Lupe es padre del difunto Manuel. Éste le hizo siete hijos a la mamá de Bicho, quien fue prostituta en sus años mozos en el viejo Bombay, uno de los pocos tugurios sobrevivientes desde la época alemanista, cuando el país tenía para dar y regalar, pero que, como ahora, la pobreza y la marginación estaban en todas partes.
-Ay comadre -platicaba en sus días de gloria la mamá de Bicho-, anoche me tocó uno que la tenía bien grande y hasta ni le cobré. ¿A poco a usté no se le antoja uno que le llegue hasta la garganta? Si nomás de imaginármela adentro ya me estoy viniendo. ¡De veras, comadre! Ay, pero qué le digo a usté, si deste pinche cuchitril usté ni sale. Un día si quiere vamos, al fin que mi compadre se la pasa todo el día en La voy de pasada y ni cuenta se daría de tan borracho que llega. No sea tonta. Yo la llevo…
Nunca llegó con dinero de sus noches de cabaret y sí muchas veces golpeada o violada.
-No, comadre -decía-, ‘ora si me dieron hasta por las orejas.
De esas correrías nacieron Adela, Juliana y Conchita, quien se tapó y a los pocos días murió. Juliana también salió bien cogelona. Ya lleva tres maridos y nueve hijos. Recuerdo que cuando éramos chiquillos -cinco o seis años, no sé- me metió abajo de la única cama que había en su cuartucho, se quitó los calzones y agarrándome el pizarrín me decía que la montara. Yo no sabía para qué, pero sabía que era “malo”. Siempre la recordaré porque con ella tuve el primer gran pecado que no sabía cómo confesarlo el día de mi primera comunión. “Le hice groserías a una niña”, sólo acerté a decir al sacerdote.
-Le tocaste ahí, me dijo.
-¿?
Don Lupe se cogió a la mamá de Bicho en una de sus tantas borracheras en El Bombay… O en el mismo baño de su casa mientras su mujer chingaba a las demás para que batieran la masa de los tamales, lavaran los trastos o prendieran los braceros y cocieran los más de cinco botes atascados de tamales.
-Muévanse, chingao, que no van a estar para después de la misa, les gritaba la señora, quien murió de diabetis.
El coraje de don Lupe contra Bicho se debía a que su mamá engatuzó a su hijo Manuel. “Yo a esa ya le di como quería -ladraba de coraje-, y conozco a muchos que también se la empinaron.”
El primer esposo de la mamá de Bicho, después de que se murió el hombre con quien se había ido, volvió a recogerla y a recogérsela con más ganas que antes para que no se le volviera a ir. Pero como Dios castiga sin palo y sin cuarta y cuando más duele, al Jelipillo -como era conocido en el barrio viejo de Atizapán- lo asesinaron de 40 cuchilladas en La voy de pasada, donde iba a matar su vergüenza y engaños de su mujer.
-Ay, comadre -ladraba la mamá de Bicho el día del entierro del Jelipillo. `Ora que ya me quería portar bien, Dios me lo quita. Son chingaderas.
-Comadre -le decían-, pus es que usté tiene la culpa de tan mal que se portó. ‘Ora ya ni llorar es bueno. Su’biera portado bien cuando lo tenía en vida, no que a ver ‘ora, qué va’cer con tanto chamaco.
-Ay, comadre, pus es que yo -que me disculpe mi difunto, decía santinguándose- no puedo estar sin esa cosa adentro. No es mi culpa. Yo creo que fue castigo de Dios… Es algo que me arde por dentro y no se me quita hasta que ya tengo encima al viejo, pero al rato ya estoy otra vez igual.
Durante muchos años, todas las mañanas, Bicho despertó al vecindario con el ruido del carrito de tamales que arrastraba desde muy temprano hasta las diez u once de la noche. A todas horas se le veía jalando su carro por la calle y le valía madres que algún auto quisiera pasar, no se quitaba aunque le tocaran el claxon insistentemente.
La vez que choqué fue el primero que me vio. “Ya mmero me pppegabas cuando diddiste vuelta, ccabrón. Nnno podías ni subir la subida. Nno te lleves el carro cuando andes de bbbriago. Piensa en tus hijoooos”, me aconsejaba enojado.
Quienes los conocemos desde siempre, le decimos que mejor se vaya para su casa, con su mamá, con sus hermanos, pero…
-Sí. Mmmuchas veces meido con mi mamá cuando me cccorre el pppinche de don Lupe, pero no me quiere y mi hermano Lalo mmme rregaña porque me meo o me cago en los pantalones y no me bbbaño. Es mmariguano elijolachingala… Es que no me puedo aguantaaar, Guan, y si me bbbaño me duelen todos los güesos, da mmucho frío y me vuelvo a miar. Pppor esso me regreso aquí. Aquí crecí y aquí me quiero morir. Me pagan algo y me dan de comer, aunque a veces me bbañen a güevo y me mmmaldigan.
-¿Cuánto te pagan?
-Cinco pesos a la semana y a veces me quedo con el cccambio de los mandados, 50 centavos o un peso.
-¿¿!!??
-Pero no me lo regalan, Guan, el taco que me ddan. Bien que me cchingan.
A la mañana siguiente del velorio, no escuché a Bicho arrastrar su carro de tamales, lo cual sólo dejó de hacer los días que vivió con su mamá. Hoy no hay tamales, pensé. Están de luto.
Al poco rato se escucharon gritos y llantos. ¡Ya lo mató! ¡Ya lo mató! Luego el ulular de una ambulancia y patrullas. Todo el vecindario salió con las legañas en los ojos, pijamas o semidesnudos. Yo alcancé a ver una bola humana sin pies sobre una camilla que subían a la ambulancia y la botella de alcohol vacía. Los policías arrastraban la existencia de Bicho, quien sólo gritaba, con un Cristo entre las manos, ¡hijolachingala! ¡hijolachingala! ¡hijolachingala!
Hoy, quienes conocimos a Bicho, extrañamos su pequeña figura acabada arrastrando el carro de tamales todas las mañanas y todas las noches; extrañamos sus siempre viejos y mojados “zapatos” cargando su existencia, su cara surcada por la vida de manera innoble o su triste rostro de basura urbana durmiendo o riendo todas las tardes en un asiento de la sala de espera de urgencias del IMSS, donde dormía desde antes de la muerte de Manuel.

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